martes, 30 de junio de 2020

Fue un día prohibido, cuando salí de casa eran las 6 de la mañana, no había nadie en las calles húmedas de la ciudad dormida, a lo lejos escuche una sirena que podía ser de la policía o una ambulancia. Para evadir cualquier encuentro con algún chapita, gire el manubrio de la bicicleta y entré en una calle empedrada con baches de agua podrida, el aire se respiraba fresco y limpio con olor a ciénega milenaria, continué por esa calle unos treinta minutos y llegué a un barrio triste y sucio, se notaba que sus gentes no tenían clase ni recursos. al llegar a un espacio que parecía destinado a ser parque, una jauría de perros sarnosos me dio la bienvenida con ladridos chillones, por un momento tuve miedo de sus mordidas con rabia de perros callejeros; me bajé de la bici Treck que compre a un migrante chileno y caminé cuidándome de los hocicos caninos. Del patio de una casa que no tenía puerta de calle, salió un hombre pequeño un poco gordito, me dió la impresión que algún día fue mas gordito.
Gritó ¡fuera carajo!   
       Los perros obedecieron al instante y se dirigieron al lugar donde algún día seria un parque...
     Tosió un poco y escupió en el suelo, pisó su flema con el pié oscuro que se protegía con una sandalia de caucho deplorable y dijo....
           ¡buenos días colega!     ¿busca a alguien? 
 
Respondí... no        ¡estoy perdido!
         Salí hoy día, para hacer un poco de ejercicio y tomar otros aires, encerrado en casa me estoy volviendo loco.
Me dijo: no esta perdido, solo tiene que seguir esa calle recto y en menos de diez minutos vera la ciudad de Lago Agrio.
Le dí las gracias al buen hombre que llevaba puesto una camiseta del Barcelona, me subí en la bicicleta y en el momento que estaba tomando velocidad, el hombre del barrio triste me grito....
   ¡Espere un ratito!
Paré y el hombre de la camiseta amarilla se acercó con un poco de timidez...    dijo...
 ¿No sera que tiene algo para comer o unas monedas que le estén estorbando ?...
  Con mas confianza continuo, tengo algunos días que no como nada, la vecina de la tienda ya no me quiere fiar porque mi cuenta está grande; me acabé todita la plata que tenía de la venta de los bonays, como no podemos salir a trabajar yo no puedo vender nada en la calle.
Estoy jodido, vivo solo...
Soy de Cotocollao y vine a esta ciudad, porque me dijeron que acá había plata,... por lo del petroleo.
     Pero nada, estoy jodido y aca estoy solo.
            ¿No será que tiene alguna cosita que me de para comer hoy?.
Me quede un poco tonto, escuchando la triste historia del hombre de ojos oscuros y piel morena quemada por el sol amazónico.
     
      Hace más de un mes que me despidieron de la universidad, estaba en casa solo, porque no soy de este lugar y no tengo familia en esta provincia.
       Vivo solo en una casa alquilada,con patio y puerta de calle de hierro, vivienda de profesor universitario con muebles, electrodomésticos, nevera llena de comida, víveres almacenados y plata en el banco.

...


       
       
           

viernes, 26 de junio de 2020


ENTREGAR UNA LENGUA

Todo se moja y se oxida en el mítico río
Rolando Kattan


La abuela migrante habló por seis décadas la lengua de la nueva tierra hasta que le vino Alzheimer y la olvidó para solo hablar su lengua nativa. La abuela exiliada, expulsada, asilada, sobreviviente, tuvo Alzheimer para volver a la intimidad, para renunciar o para dar por concluido el agradecimiento. La abuela dividida supo vivir en cada parte. La abuela unificada fue Alzheimer, se hizo memoria. Esperó a los nietos para ofrendar otro lenguaje.  La abuela palestina se hizo metáfora, dejó libre el árabe, su lengua infantil.



martes, 23 de junio de 2020


VOLVER(SE) POLVO

Para no ser tocado. Primero fue el encierro y a través de la rendija de la puerta además el miedo. Con él aceptamos nuevas visiones de ciudadanía que parecían resonar (volverse isla, fragmentarse del otro, volverse nadie, era ser ciudadano). Llegó al poco el hambre, la angustia de la inmovilidad y la certeza de lo que ya venía martillando en nuestras cabezas: éramos, finalmente, desempleados. Una nueva identidad entre paredes que ponían a prueba las palmas de la mano o los puños: bienvenida la rabia. Todo volaba de aquí para allá como un insecto difícil de seguir: era la información, que asimilaba también un ajedrez; en cualquier día comíamos un peón (algo por lo menos en la lentitud —y lejanía— de la cuarentena) y en otro nos tumbaban la reina: nada daba para ser optimista: los médicos y científicos se contradecían y los medios eran ese habitual ruido a modo de ambulancias desquiciadas.

Borrarlo (descansar) todo de un plumazo era dejar de lado noticieros y redes sociales; para al día siguiente, sin pudor, apenas levantado buscar un pequeño dato con los ojos humeantes de ansia—; cualquier gesto del afuera donde imaginábamos estaban los otros. El nuevo saber, en efecto, no era apenas una mirada a una sucesión de acontecimientos sino, sobre todo, la constatación de que existían respiros cercanos, conocidos, humanos. Los hijos preguntaban y exigían menos de lo acostumbrado, quizá porque veían al toro herido, clavado en el sofá, en la computadora, en el pensamiento y en el vacío. Un neo-Cristo de la era digital ignorante de sí mismo. Volviendo al toro, cada día transcurrido parecía traer kilogramos silenciosos al cuerpo (Eh ahí la emergente criatura, más volumen que furia, todavía).

Un día soñé que me buscaba los clavos del cuerpo y descubrí que estaba atado. ¡Las formas del encierro! El Gobierno, ajeno a lo que sentía la población —aprovechándose de su fragilidad y de su pequeña libertad usurpada— saqueaba a los cuatro vientos en la ciudad y retiraba, a través de reformas, los acuerdos de la convivencia posible. Los parientes y los amigos estaban lejos. El dinero goteaba los penúltimos padrenuestros. El rostro era una bola de periódico que volvía a ser templada. Los hijos no molestaban, eran los hijos de los clavos de Cristo en el celular. El golpe letal otra vez era el Gobierno, que por si fuera poco reproducía los rostros crápulas y las palabras impresentables de su Gabinete en las pantallas para que las agonías descansaran en colerín.

Los psicólogos clamaban por favor no usen armas, no se vayan a suicidar. Pero los psicólogos estaban una parte equivocados, la gente se abastecía de armas porque quería vivir.